sábado, 17 de enero de 2009

El fusilamiento del general Antonio Paredes

Biografía de don Antonio González de Arce Paredes y Ulloa.

Por: Simón Alberto Consalvi ([1]) - BOLETÍN DE LA ACADEMIA NACIONAL DE LA HISTORIA - http://www.anhvenezuela.org/boletin.php?cod=10 - Al despuntar 1907, los venezolanos percibieron el Año Nuevo con cierto alivio: el dictador que zarandeaba al país y lo llevaba del tumbo al tambo, que armaba conflictos internacionales, discurseaba sin cesar y se querellaba contra sus propios amigos, yacía ahora gravemente enfermo, como si la divina Providencia se hubiera apiadado de la nación. Los médicos que atendían al general Cipriano Castro en Macuto oscilaban entre el temor y el desconcierto. También ellos eran políticos y participaban de las pasiones que dividían a todo el mundo. Los castristas veían enemigos, incluso, en algunos de los doctores que tenían el bisturí en la mano, ellos lo sabían y esto complicaba la situación. Entre ellos había castristas como José Rafael Revenga, pero los otros (Celis, Acosta Ortiz, Lobo, Baldó, Clemente), suscitaban desconfianzas. Los partidarios del vicepresidente Juan Vicente Gómez, sucesor legal, dormían con un ojo cerrado y el otro abierto. El poder estaba al alcance de la mano, pero podía escaparse por los dedos. Castro había sido operado de una fístula, pero como durante la operación tuvo un accidente que hizo temer por su vida, (y los médicos estaban amenazados muy seriamente, vistos como cómplices de una conspiración) , decidieron dejar la operación a medias, para recomendarle al enfermo que viajara a Europa. En uno de esos momentos llegó la noticia más inesperada: por el Orinoco había invadido a Venezuela el general Antonio Paredes el 4 de febrero, se había apoderado de Pedernales, y nadie conocía la suma de sus fuerzas. Es probable que Cipriano Castro, grave como estaba, no se enterara del asunto. Al poco tiempo llegó otro telegrama de Ciudad Bolívar: Paredes había sido detenido en Morichal Largo. Entonces se produjo uno de los enigmas de la historia del crimen político en Venezuela. Desde Macuto, el 13 de febrero, como si procediera del despacho del dictador, llegó al Presidente del estado Bolívar, Luis Varela, un cable cifrado que rezaba: "Decadactilo, uterino, data, inminencia, irebel, débilmente, fuste, abadejo, paruro, husmeo, subclase, ofrecimiento. Avíseme recibo. Husmeo Cuña. d y f. Cipriano Castro". Traducido al cristiano, era simple y aterrador: "Debe Ud. dar inmediatamente orden fusilar a Paredes y su oficialidad. Avíseme recibo y cumplimiento. D y F. Cipriano Castro". Si el dictador se enteró de estos episodios, o si alguien tomó por él la brutal decisión, quedó en el limbo. La invasión de Paredes acrecentaba el miedo y el nerviosismo que predominada alrededor del dictador. Los últimos capítulos de La caída del Liberalismo Amarillo están dedicados al análisis y al drama final del general Antonio Paredes. Es una de las grandes historias de nuestros tiempos oscuros. El doctor Ramón J. Velásquez no sólo rescató la obra escrita de Paredes, sino que indagó su vida, y, sobre todo, la tragedia de su invasión, prácticamente sin armas, expulsado de Trinidad por presiones del gobierno venezolano, con muy pocos acompañantes. Personaje de perfiles nada frecuentes, por el denominador común de las discordias políticas, de las guerras civiles o por los manes de un país condenado a la sentencia de que pocos lograban encauzar su destino, Paredes viajó joven al viejo mundo en busca de alternativas o de horizontes no imaginados. Durante cuatro años, (1893-1897) reside entre Potsdam, Londres y París, con una escala en Nueva York antes del regreso final a Venezuela. Después de la muerte del ex Presidente Joaquín Crespo, cuando el país se desconcierta por la orfandad en que lo ha dejado el gran caudillo, se vincula fuertemente con el Presidente Ignacio Andrade. Paredes no pertenece a los que saltan de un bando a otro, se diferencia de los generales danzantes del fin de siglo, y esta alianza con un magistrado que iba a caer muy pronto, arrollado por la rebelión andina, define su destino. Como amigo de Andrade, tiene que ser enemigo de Cipriano Castro. Combatió hasta el final contra el invasor; reducido a prisión en 1899 en el Castillo de San Carlos, apenas amnistiado en 1902 se une a la Revolución Libertadora que incendia el país de un extremo al otro. Era un buen escritor, culto como apasionado. Escribió Diario de mi prisión en San Carlos, Cómo llegó Cipriano Castro al poder, innumerables artículos de combate, y un texto fantasmagórico: El continuismo de Cipriano Castro o Diálogo de ultratumba con dos generales. Sobre la figura del general Paredes, sobre sus perfiles de militar y de ciudadano, escribió el ex Presidente Ignacio Andrade páginas esclarecedoras en su libro ¿Por qué triunfó la Revolución Restauradora? En la defensa del gobierno de Andrade, Paredes se jugó todas las cartas. Quizás podría decirse que fue el único jefe militar dispuesto a combatir por quien cada día se quedaba más solo. Defendió la plaza de Puerto Cabello, último bastión del gobierno constitucional. Paredes, dispuesto a un arreglo honorable, según entendimiento con Andrade, descubre que Castro le había enviado como negociador a un cierto general Bolívar, resultando que éste no era sino un impostor, un personaje de la picaresca política, colombiano para colmo, el famoso Benjamín Ruiz. Paredes detiene al comediante y amenaza fusilarlo, si es atacado. Entonces comenzó el duelo entre el militar leal y el insurgente que venía de las montañas. Paredes perdió la batalla, por las razones que describe el ex Presidente, porque no había manera de luchar solo, contra una feria de traiciones; liberado en 1902, luego de años en el Castillo zuliano, se enrola en la Revolución Libertadora que comanda el general Manuel Antonio Matos. Fracasada, viaja al exilio, y desde la isla de Trinidad, prácticamente solitario (y presionado por el gobierno de la Colonia), tiempo después decide invadir a Venezuela por el Orinoco, con pocos acompañantes, como si no quisiera ver morir a su enemigo sin antes darle batalla. La proeza duró poco. Fueron perseguidos y apresados el 13 de febrero 1907. En la madrugada del 15 el general Paredes y sus acompañantes fueron fusilados, según la orden llegada de Macuto, dada en nombre de un dictador que, a su vez, estaba entre la vida y la muerte. Ramón J. Velásquez relató el episodio de esta manera: "En la popa, al pie de la escalera que conduce de los camarotes a la cubierta, hacia la banda de estribor, hallábase el pelotón que iba a ejecutar a los presos. (…) Paredes se acercó a ellos con la mayor naturalidad y al pretender dar el frente hacia los soldados, éstos hicieron fuego sobre los prisioneros" . Los cadáveres echados al río, fueron rescatados por unos campesinos aterrados. Cien años después, quizás sea conveniente no sólo recordar a Paredes, sino rescatar los episodios que dieron origen a una guerra a muerte declarada e implacable. El fusilamiento del guerrero no sucedió en vano. Castro cayó un año después, sobrevivió a Paredes, pero la noticia aterró a los venezolanos y contribuyó a la asfixia de los últimos días del caudillo andino, a la impopularidad sobre la cual fue edificando su imperio Juan Vicente Gómez, quien al final utilizó el crimen para condenar a Castro y alejarlo de Venezuela, hasta su muerte en 1924 en la isla de Puerto Rico. El relato del ex Presidente Andrade contribuye a comprender aquel drama venezolano, como a definir la personalidad del general Paredes, y a dibujar el paisaje de la caída de su gobierno y del triunfo de la Revolución Restauradora. El general Antonio Paredes, los últimos episodios de la rendición - Ignacio Andrade, ex Presidente de Venezuela - BOLETÍN DE LA ACADEMIA NACIONAL DE LA HISTORIA - Ofrezco en estas páginas el testimonio de mi admiración y de mi profunda gratitud al General Antonio Paredes. Militar gallardo y heroico, activo, incansable, intrépido, de pericia y previsión veteranas, sobre el pantanoso nivel de la época se levanta él como una figura que contemplará la historia. Si el telegrama que el General Paredes me dirigió desde Valencia la noche del 14 de setiembre hubiera llegado antes; si hubiera yo estado en capacidad de enviarle las fuerzas que él me pedía, la situación de la República sería hoy enteramente distinta. Aunque es de presumir que al cenáculo de traidores, de reputaciones decrépitas, de ambiciones bastardas a quienes hubiera yo presentado aquel telegrama, le habrían parecido los ofrecimientos del joven General, desvaríos de una imaginación atolondrada que alardea de sobreponerse a los peligros, cuando en realidad no se sobrepone sino a las ruinas morales que presencia. En medio de la confusión de estos sucesos, y tan pronto como regresé a Caracas en la tarde del 16 de setiembre, destiné al General Paredes para ir a ocupar la importante plaza de Puerto Cabello, ignominiosamente abandonada por los Jefes de la Aduana, si todavía no estaban en poder del enemigo, para que me respondiera de su defensa. Salió de La Guaira a media noche, acompañado del fervoroso General Domingo A. Carvajal, que se encargaría de la Aduana marítima; de los Coroneles César Urdaneta y Mariano Michelena, recomendados por su valor, y de escasas tropas para la guarnición de la plaza y del castillo. Y tan pronto como hubo tomado posesión de las funciones que le conferí, comenzó a revelar sus aptitudes para desempeñarlas cumplidamente. Atrinchera científicamente la ciudad; abastece la fortaleza de provisiones y de agua; designa para el acantonamiento de Tucacas a un joven hasta entonces sin renombre, el Coronel Rivero Urbina, que destinado a rechazar, con admirable valor y entereza, primero, las tentativas de corrupción, y luego los cinco asaltos que el General Ramón Guerra dio a la plaza; cohesiona los elementos de defensa; apaga el espíritu revolucionario; protege y garantiza las libertades lícitas; hace florecer, en medio de la guerra, el comercio y el trabajo. Su correspondencia para mí puede sintetizarse en esta frase: «Mientras tenga elementos para resistir, esta plaza no caerá en poder del enemigo». Y no cae, en efecto, sino cuando el salvajismo, el olvido del honor nacional en viejos corazones corrompidos, agotan los pertrechos en la plaza; merman la reducida guarnición de que dispone el General Paredes para defenderla; acorralan a éste y a los restos de sus cuatrocientos sesenta compañeros en el recinto del Castillo, amenazado por la escuadra. La responsabilidad del bombardeo y de la toma de Puerto Cabello, de la ruina de propiedades y de vidas, ¿sobre quién recae integra, como una mancha indeleble? La entereza de carácter que el General Paredes había exhibido en las situaciones difíciles y frente a frente del enemigo; las públicas calificaciones que había inferido al General Castro, al General Guerra, a los infidentes todos, militares y políticos, hiciéronme creer que no entregaría la plaza de Puerto Cabello, aun convencido de mi separación del Poder y del país, sino por una capitulación muy honrosa, como él la merecía. En el deseo de contribuir a este resultado, de evitar una resistencia estéril de salvar a las familias del Puerto de las penalidades de un sitio y de los horrores de un asalto, escribí al General Paredes excitándole a deponer las armas, en condiciones favorables a su dignidad, dejando a salvo su honor militar, el honor de su bandera y de sus soldados. Esta carta la confié a mi amigo el General Orihuela, que me había acompañado hasta Barbados y regresaba a la Patria. Juzgué que no hallaría inconvenientes en cumplir mi encargo, porque bien valía semejante generosa y patriótica gestión en favor de tal propósito, el olvido de las que para los traidores serían culpas cometidas por el General Orihuela, es decir: el haber sido fiel a la Administració n constitucional, y leal a mi persona; y bien valía, además, la recuperación de la primera plaza fuerte de la República, el que fueran olvidados los agravios personales que en su justa indignación había lanzado el pundonoroso defensor de Puerto Cabello. En efecto, la Dictadura de Caracas se apresuró a enviar una comisión al Palito, que acompañara al General Orihuela; e hizo conocer al General Paredes su determinación de tratar sobre bases honrosas. Y todo estaba a punto de llegar a conclusiones satisfactorias, cuando el General Paredes sabe, por la propia confesión de uno de los comisionados del General Castro, que aquél de ellos que se titulaba General Bolívar, íntimo amigo del General Castro, compañero suyo en la invasión, su personero en las negociaciones de San Mateo, como Jefe Militar de Maracay, es un extranjero que oculta del pueblo hermano donde nació, porque lo ha ofendido, su nombre, su nacionalidad, sus antecedentes; y que para vergüenza y escarnio de la Patria mía, para eterno baldón de los traidores, ha sido el centro inspirador de las nefandas operaciones de la guerra y el intermediario que aprovecha en favor de su jefe y de su causa, el deshonor y la miseria de muchos de nuestros corrompidos hombres públicos. Los santos arraigos del patriotismo ofendido, se sublevan en el ánimo del joven General Paredes: apostrofa al General Castro por su iniquidad, por su falta de patrio decoro; y aprisiona al comisionado Bolívar que resulta ser Benjamín Ruiz, quien tiene la increíble osadía de usurpar y profanar para deshonrarlo el nombre sagrado del Libertador de cinco naciones. El General Paredes suspende inmediatamente las negociaciones iniciadas y ofrece al Dictador fusilar a Ruiz si se le ataca en la plaza. No ya ante cualesquiera hombres de honor; no ya ante ciudadanos distinguidos encargados del Gobierno de una Nación, sino ante cualquier ser humano, por rudimentario que aparezca en su moralidad, el concepto de la Patria, la conducta del benemérito General Paredes es no sólo excusable sino absolutamente merecedora de alta loa. Ante el General Castro y los suyos, esa noble conducta sirve nada más que de pretexto para engañar al pueblo con el aparato de la fuerza; y de orden del Jefe de la revolución es publicada la carta protesta de Paredes. Al reproche y a la patriótica indignación se contesta con la desvergüenza pública. Y a la salvación del cómplice Ruiz, del consejero, del extraño, que viene a privar en la política, en medio de la descomposició n nacional, sobre el Ministerio, sobre los hombres de Estado, sobre las aptitudes venezolanas, se acude con un telegrama en el cual aparece la respetable señora madre del bravo defensor de Puerto Cabello, intercediendo con su hijo en favor del prisionero. Una vez conseguido este objeto, en virtud de la formal promesa que el héroe hace a su señora madre, se ordena el ataque por mar y tierra; el bombardeo por los buques de la escuadra, la destrucción y la matanza, con cerca de tres mil hombres mandados por los Generales Julio F. Sarría y Ramón Guerra. ¡Tristes laureles son los que recogen estos señores! El bombardeo de la escuadra, los soldados venezolanos, la dictadura triunfante en Caracas, condenan a Puerto Cabello a diez y ocho horas de fuego, destruyen la población y el segundo puerto de la República; ocasionan la muerte de familias enteras, y lanzan unos contra otros los hijos de la Patria, para salvar a un hombre condenado de antemano por la sociedad y por los Tribunales de Colombia, a Benjamín Ruiz. Y, ¡oh vergüenza! Aquel mismo célebre aventurero, vuelto a Caracas, es agasajado por el ejército, congratulado por la magistratura y destinado a gobernar a Carabobo, el Estado histórico y altivo; mientras que el General Paredes, orgullo de la patria venezolana, que entregó su espada en virtud de las garantías que le ofrecieron los Generales Guerra y Sarría en un tratado cuya fe fue violada, es aherrojado en la prisión. ¿A dónde han huido las nobles energías del pueblo? ¿Dónde se esconden la altivez y la virtud, en estas horas de ignominia? La Dictadura militar que ha triunfado con el General Cipriano Castro, es la única culpable de los desastres de Puerto Cabello, de la resistencia del General Antonio Paredes. A un militar de honor no se le envía para tratar con él, sobre la entrega de la plaza que defiende, un personaje de dudosa historia, que carece de nombre y que ni siquiera ha nacido en la tierra que está ultrajando con su presencia. Y qué, ¿no puede nada en aquel corazón de hierro? ¿el valor y las virtudes no imponen respeto? ¿qué habría dicho el Dictador, si el heroico carabobeño hubiera sido su subalterno? Descubierto por el General Paredes el engaño, al General Castro le correspondía rectificar el yerro conforme a las más triviales nociones de Gobierno y de civilización. Debía tratar de obtener la salvación de su amigo y consejero –está bien, como lo hizo, pero no persistir con atilanas crueldad y barbarie, en que el distinguido militar, el hombre de honor, en una palabra, firmase un convenio con el personaje apócrifo, so pena de consumar una matanza, de aniquilar una ciudad. De semejante desafuero –que la Patria no perdonará nunca– es responsable también, en término principal, el Ministerio, que desprecia las responsabilidades históricas fundadas en la dignidad humana y en las solemnes deliberaciones del honor nacional. El General Paredes no habría resistido ante la rectificación franca del error; y hombres cuenta el país que hubieran podido convencerlo e inclinarlo a la reanudación de las negociaciones con otros comisionados, y a la entrega incruenta de la plaza. La Dictadura prefirió, sin embargo, producir el mayor desastre, el más grande escándalo que registran los anales de nuestras civiles contiendas, y Puerto Cabello fue sacrificado! Con mi voluntaria inmolación política, no logré salvar la Patria de nuevas vejaciones, de nuevas guerras, de nuevas iniquidades. La sangre sigue corriendo, impera la tiranía desenfrenada, y el luto y la vergüenza de la República son la tristeza de la civilización. Yo he cumplido mi deber, y cerradas estas páginas, me dedico a ganar el sustento diario de la vida, a cuidar de la educación de mis hijos. Por lo demás, no hago aquí cargos injustos. Al escribir estas líneas, simple relato de los acontecimientos desde que se inició mi candidatura a la Presidencia hasta la fecha en que tuve que abandonar la Patria, me he apoyado en documentos fehacientes, en correspondencia que tengo en mi poder; y cada increpación que dejo estampada, cada calificativo que aplico a los hombres y a los sucesos, podría comprobarlos, ampliados, sí, ampliados con la sola publicación de las pruebas autógrafas que conservo de cada uno de los ciudadanos cuya conducta junto con la mía, someto al dictamen de los venezolanos cuando quieran juzgar desapasionadamente y a la consideración de todas las personas que estimen como útil enterarse de esta narración. Lo que aquí consta es sencillamente el proceso de una infidencia co- lectiva é insólita, resultante de un estado político enteramente anormal y morboso. Yo lo entrego a Venezuela y a la Historia, bien convencido de que ello me condena al odio irreconciliable de los culpados; al ostracismo de toda una época si el pueblo venezolano no se rehabilita pronta y enérgicamente; a la errante peregrinación de mi nostalgia, sin la esperanza de restablecer mi hogar bajo la bandera de la Patria, bajo el cielo de la nacionalidad inviolable y profundamente amada. Sí; yo debía cumplir esta obligación; cumplida por el nombre que llevo, que es el nombre de mis hijos; cumplida por Venezuela misma, a la cual debo cuanto he sido hasta mi honrosa ascensión a la Magistratura Suprema; cumplida, en fin, a causa de los tácitos compromisos que todo hombre público tiene contraídos con la Historia; y sobre todo yo, a quien tocaron las primeras responsabilidades de una época fatal de tradicionales desenlaces, de soluciones inevitables e irreparables. Ante cualquier juicio imparcial, mi buena voluntad está comprobada con las labores del Gobierno que presidí, realizadas en medio de la lucha y de la guerra. Ni aún en los días más angustiosos de la Administración quise apartarme del programa, legal y patriótico que me había trazado en el Gobierno. Autorizado por el Congreso Nacional, pude invadir de plata acuñada la República, sembrar el desconcierto en las operaciones mercantiles, atenuar el ataque a nuestro crédito, especialmente fundado en la garantía del patrón de oro, con lo apremiante de las circunstancias y la promesa de atender a la reposición de las industrias con la funda- ción, a priori usuraria, de uno o más Bancos hipotecarios. Cuantas ofertas me fueron hechas en ese sentido, las rechacé por inconvenientes y por la falta de responsabilidad de los que las hacían. Lo mismo que me negué a aumentar la circulación del numerario, con la depreciada moneda de nickel. De mis tareas administrativas y políticas puede juzgarse por mis obras. Y de la traición generalizada e implacable del espíritu rebelde y el afán de revoluciones para asaltar el Poder que caracteriza este ciclo postrero de la historia venezolana; de los últimos sucesos, en una palabra, están las pruebas, fuera de las que yo poseo, en las propias publicaciones que han hecho los culpables. ¡Y el General Cipriano Castro me ha llamado Dictador! ¡Y "gloriosa –la más gloriosa que registran nuestros anales»,– la revolución que acaudilló! Es decir: una invasión de extraños, en su mayor parte sin bandera, sin lógica ni antecedentes. Los más viles panegiristas no han podido igualar siquiera el elogio que, por diversos modos, se prodiga el General Castro a sí mismo y a su invasión nómade, hasta el extremo de ofender a la Providencia suponiéndola cómplice de semejante triunfo. Aunque, ¿no es cierto que la Providencia se valió alguna vez de Breno y de Atila, para tocar de reacción las sociedades en decadencia, y obligadas a regenerarse bajo el látigo bárbaro? El pueblo venezolano y la justicia de la historia, piden reparación y desagravio. Y el desagravio y la reparación vendrán, porque el país cuenta todavía en las numerosas falanges liberales con virtuosas y connotadas personalidades, que se han conservado siempre puras en medio de la depravación y del descrédito de los conmilitones civiles y guerreros, tocados de incalificable ambición; porque el noble ejemplo de esos guerreros y estadistas, ha sido provechosamente educador de las nuevas generaciones afiliadas a la gloria y doctrina de la Causa; porque el país tiene savia y cuenta, finalmente, con suficientes energías para procurar y asegurar su bien, levantando sobre las ruinas del desorden y las humillaciones del despotismo, el edificio de su regeneración social y económica. ¡Probándolo está la estupefacción con que el pueblo ha presenciado la espantosa resurrección de viejos culpables, sepultados en el oprobio del anatema nacional; los cuales, en el Poder ahora, se vengan de su impopularidad marcando con sangre, con persecuciones despóticas, cada uno de estos días negros que la Patria está viviendo! Sí: el desagravio y la reparación vendrán. San Juan de Puerto Rico, Enero 2 de 1900.

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